Ni rótulos, ni
etiquetas
“Ludmila es chinchuda”, “Juana es carismática”, “José
es un bocho” “Joaquín es un aparato” “Yo soy romántico”. Cuántas veces nos
hemos visto clasificando a otros o a nosotros mismos con una palabra, o a lo
sumo con unas pocas de ellas, que viniendo de una mirada parcial, y a veces
contaminada, pretenden sintetizar lo que
una persona es.
Primeramente, es bueno reconocer que este tipo de
definiciones tiene un sentido de utilidad y de comodidad. Si “sabemos” como es
el otro podemos vincularnos sobre esa base, solo que la misma es endeble y la
hacemos a partir no solo de nuestras percepciones, sino también de nuestros
prejuicios y de nuestras proyecciones. Mucho más si la clasificación viene
envuelta en una reacción emocional como, por ejemplo, un tiempo de enojo o un ataque de ira.
Nos cuesta ver a cada ser humano como un ser único y
como un misterio a descubrir, como alguien que me puede llegar a sorprender,
como una persona a la que nunca terminaré de conocer, como alguien sujeto al
cambio y a la novedad.
Cualquier etiqueta que le pongamos a una persona es
limitada, la empobrece, la cosifica, la instala en un sitio en detrimento de
otros aspectos personales que tal vez no están tan a la vista o que a nosotros
no nos interesan. Y esto vale aun para aquellas cosas que podríamos considerar
positivas. Al poner un calificativo será
importante darse cuenta que solo estamos refiriéndonos a un aspecto de la persona. A veces es
ella misma la que se define y la tarea de los que la rodean debería ser ayudar
a mostrar que todos somos mucho más que cualquier clasificación. El “soy un
depresivo”, debería suplantarse por “me deprimo cuando…” o “”estoy deprimido
porque…”.
Algunos rótulos vienen de la propia infancia. Muchos
padres califican y etiquetan a sus hijos: mentiroso, inquieto,
malo, genio…donde no solo se describen ciertos segmentos de la conducta
del niño sino también se proyectan algunos de los sueños, frustraciones y aun
rasgos personales de papá y mamá. Tales clasificaciones suelen ser
condicionantes del desarrollo de la vida posterior. A veces son rótulos con los
cuales la persona debe luchar o defenderse toda la vida. Son como bloques de cemento atados a sus
pies.
Sabemos también que una de las estrategias más
comunes para desvalorizar la opinión de las personas con las que no estamos de
acuerdo o que rechazamos es rotulándola: “Qué es lo que puede decir este señor,
si es un…”. Con esta estrategia minimizamos cualquier comentario que la otra
persona pudiera haber hecho. No importa si lo que dijo es de fundamental
importancia o realmente cierto para el tema del que se está hablando. Lo que
importa es que su comentario no sea tenido en cuenta. Los rótulos, además, se
usan para justificar la exclusión y discriminación de personas.
También ciertos estereotipos sociales vinculados a
las profesiones, oficios o actividades que las personas realizan, alimentados por generalizaciones y prejuicios,
están en la base de clasificaciones hechas sin considerar lo singular que cada
individuo puede tener.
Con cuánta frecuencia tenemos que reconocer que la
etiqueta que teníamos de una persona y a partir de la cual la tratábamos, no
era la adecuada.
Cuántas veces debemos decir “me parecías muy serio, no me
había dado cuenta lo gracioso que sos a veces”, “creía que eras muy formal y
distante, pero cuando te conocí más vi lo cálido y contenedor que podés ser con
los otros”.
Y esto aun se ve en clasificaciones psiquiátricas que
intentan poner en determinadas casillas a las personas olvidando que un ser
humano es una multiplicidad de estados, de posibilidades, de conexiones y
líneas diversas, nunca fijas en el recorrido de su historia. Los tratamientos
que se basan en la excesiva división y clasificación de “desórdenes”
psicológicos podrían dificultar una concepción más integral y humanista de la
persona para construir campos de atención psicológica (aun pastoral) con
teorías y prácticas que propicien un verdadero encuentro entre la variedad de
los seres humanos y una concepción más inclusiva y menos estratificada de las
personas.
Por eso Jesús pudo ver al mafioso y excluido Zaqueo como el hospitalario que podía tenerlo
en su casa, a la casi condenada a muerte mujer adúltera como quien merecía
ser respetada y al ladrón de la cruz
como un ser en busca de su salvación.
Hugo N. Santos
P.D. El autor
de este artículo es pastor de la Congregación Unida “El Buen Pastor ” – Federico
Lacroze y Zapiola – www.ibuenpastor.wordpress.com
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